jueves, 6 de octubre de 2016

Hay alguien en mi cama (Segunda parte)

¿Puedes confiar en... ti?


II

Y en esta parte es donde entro yo, Diego Escobar.

Vino a mi consulta al día siguiente por la mañana, muy temprano. Casi no había colgado la chaqueta en el perchero del rincón de mi despacho, ni había plantado mi esquelético culo —no es que esté anoréxico, pero es que por más que como soy incapaz de engordar— en la cómoda silla de cuero negro, cuando en el intercomunicador de mi escritorio sonó la voz de Ana Fuentes, mi secretaria.

—Señor Escobar, tiene un paciente esperando —informó. Su tono denotaba nerviosismo—. No tiene cita.

Me acerqué al cacharro y pulsé el botón de intercomunicación.

—¿No puede pasárselo a otro? —le pregunté. No me apetecía atender en esos momentos a un paciente inesperado.

—Usted es el único que hay en estos momentos en el edificio, señor.

Y era cierto. A mí siempre me ha gustado llegar temprano para arreglar todas las cosas y estudiar los casos del día sin prisa, así que, resentido, le dije que le dejara pasar.

El hombre que entró por la puerta de mi consulta parecía un fantasma, o un zombi.

—Buenos días —me saludó con una voz débil arrastrando ligeramente las palabras. Podría haber estado borracho, pero no lo estaba. Sé distinguirlos perfectamente; mi padre tuvo un serio problema con el alcohol y yo fui quien le ayudó a superar aquel condenado vicio.

—Buenos días. Siéntese por favor —le ofrecí la silla azul de delante del escritorio con un gesto de la mano. Él retiró el asiento y más bien se dejó caer—. ¿Cómo se llama?

—Francisco. Soy el doctor Francisco Gómez —dijo con indiferencia.

Había oído hablar de él.

—Oh, doctor —Aun así me sorprendí un poco—. ¿Qué problema tiene?

—Vengo a que usted lo averigüe. Porque no lo sé.

Parecía que en cualquier momento pudiera caer hacia delante y partirse el cráneo con el borde de mi gran escritorio de madera de wengué.

Iba remangado, y me fijé en el vendaje de su antebrazo.

—Eso ya me lo imagino, doctor Gómez, pero necesito…

—Llámeme Fran, por favor.

—Está bien, Fran, necesito que me cuente algo más sobre su problema. ¿Por qué se encuentra así?

Entonces me explicó por qué no dormía, y cuando le pregunté desde cuándo le ocurría, me contó toda la historia entrecortadamente, empezando por el día de la larga operación de peritonitis con perforación de estómago.

No paraba de insistir en que le tenía un miedo colosal al hundimiento del colchón y que no sabía la razón. Estaba totalmente convencido de que su mujer era quien subía por las noches y se tumbaba, pero aun así seguía atemorizándose cada vez que pasaba eso.

Yo, por supuesto, sabía perfectamente que no sé trataba de su mujer, sino de su imaginación debido a una continua fatiga, como él pensaba al principio. Era algo muy probable y la única explicación lógica. Así que decidí dejar eso apartado por un momento —le recetaría unas pastillas para dormir y descansar— y me centré en el problema del miedo; creía saber la razón, y no me equivoqué. Al menos en esto no me equivoqué.

—Bien, Fran. Me parece que su pánico procede de un trauma. ¿Le dice algo esto?

Se mantuvo unos minutos en silencio, pensando. Luego negó con la cabeza, sin ninguna expresión en su cansado rostro.

—¿No recuerda nada que le pudiera haber sucedido cuando era pequeño? —insistí; aunque insistir con un tipo en ese estado no era una buena idea.

—No, nada.

—Está bien. Entonces voy a tener que realizarle una pequeña terapia de regresión, Fran. ¿Sabe lo que es?

Me estaba jugando el cuello haciéndole esperar tanto; me arriesgaba a que en cualquier instante se levantara de su silla con una velocidad inducida por alguna potente fuerza como podía ser la mezcla entre el cansancio y la rabia e, inclinándose sobre el escritorio, aferrara mi delgado pescuezo y me estrangulara mientras me decía que fuera al grano.

—No —repitió cansinamente en su lugar.  

—Es un método con el cual puedo ayudarle a acceder a su inconsciente para descubrir el origen de sus problemas o algún trauma olvidado, como es el caso. Conviene que el paciente esté en buenas condiciones, físicas y mentales, pero siendo este un caso excepcional, ya que no creo que quiera dormir de nuevo hasta que se resuelva, intentaré llevarlo a cabo ahora. ¿Está de acuerdo?

—Sí —respondió rápidamente—. Lo que sea.

—Muy bien, pues entonces quítese los zapatos y túmbese en esa camilla —le señalé la camilla de cuero negro situada en un extremo de la consulta, al lado de un sillón. Fran se acercó y, como hizo al sentarse en la silla, se dejó caer—. Ahora, como sé que le gusta el blues, voy a poner un CD de ambiente de este género.

Una vez sonando bajito los rítmicos acordes de las guitarras y los saxofones, me senté en el sillón y comencé la útil terapia cuyo máximo representante es el famoso psiquiatra Brian Weiss; aunque yo la realicé y realizo con una pequeña modificación que consiste en hacer que el paciente me vaya narrando los hechos, y en guiarle en los casos que lo necesite. 

—Bien, si le aprieta la ropa, aflójesela.

—Estoy bien.

—De acuerdo. Cierre suavemente los ojos… y concéntrese en su respiración. Respire con regularidad, inspirando por la nariz y exhalando por la boca. Relájese… —Él siguió mis instrucciones religiosamente—. Con cada exhalación expulse los dolores y tensiones acumulados, y con cada inspiración, absorba toda la energía que le rodea. Ahora sienta todas las partes de su cuerpo y deje que se relajen. Empiece por los de arriba y vaya bajando hasta llegar a las piernas y los pies… Ahora está completamente relajado. En unos segundos voy a contar de cinco a uno. Con cada número se sentirá más apacible, y cuando llegue a uno, estará en un estado tan profundo de serenidad, que su mente se habrá liberado de los límites del espacio y el tiempo, pudiendo recordarlo todo.

Antes de empezar a contar, me pregunté si no estaría durmiendo, no obstante, los años de experiencia realizando esta terapia me convencieron de que aunque el paciente estuviera muy cansado, era muy difícil que se durmiera.

—Cinco… Cuatro… Tres… Dos… Uno; ya ha llegado, está profundamente relajado. Imagine que hay una luz a lo lejos y camine hacia ella. Puede recordar absolutamente todo lo que le ha ocurrido. Todo. Cuando atraviese esa luz, estará en otro momento, en otro tiempo; deje que la mente elija ese momento y ese tiempo. Crúcela y dime qué ve. Obsérvese tanto a usted como a todo lo que le rodea. ¿Qué ve?

Fran tardó en contestar.

—A mí.

—Bien, bien. Pero eso ya lo sé. Más detalles…

—Más pequeño.

—Siga. ¿Cómo se ve?

La voz, como la de todos los pacientes bajo este estado, era monótona y, a una persona no acostumbrada, le pondría los pelos de punta.

—Está oscuro, pero veo el color castaño claro de mi pelo, desparramado por la almohada blanca de mi cama… ¡Mi cama con el edredón del Demonio de Tazmania!... Ahora tengo los ojos cerrados con fuerza… No veo nada…

—Muy bien. Ha decidido, por alguna razón, continuar observando el momento desde su interior. Prosiga.

—Las comisuras de los ojos me arden… Y las mejillas están mojadas, muy mojadas. Estoy llorando.

—¿Por qué? ¿Qué sucede, Fran?

—Francis. Todos me llaman Francis.

—Muy bien, Francis, ¿por qué estás llorando?

Miré la hora de mi reloj de muñeca. Habían transcurrido treintaicinco minutos desde que el doctor llegara a mi consulta y ya se me había pasado la primera cita.

—Por las voces… ¡No, por favor, parad!

—¿De quiénes son esas voces?

—De mis padres. Me llegan desde el comedor. Están discutiendo… otra vez. Mi padre le está gritando a mi madre que es una maldita zorra, que por su culpa están a fin de mes casi sin un puto duro; mi madre le echa a él la culpa, y lo justifica con el dinero que gasta en el bar, que los fines de semana se pasa todo el día metido en esos «rompe familias», y que por un capricho, solo uno que ella ha tenido, el de ir a la peluquería, ya es ella la culpabl…   

En esa parte enmudeció de repente.

—¿Qué más, Francis? —le insté con calma.

—Nada. Me he tapado los oídos. Así mucho mejor. —Presentaba una estúpida sonrisa y tenía la cara empapada en lágrimas. Esperé con un tanto de malicia que saliera una burbuja mucosa de uno de los grandes orificios de su nariz, pero no lo hizo—. Mucho mejor…

—Eso es. Sigue relajado y respirando profundamente. Permanece en ese momento y dime qué piensas.

—En el día siguiente. Mañana, en clase de ciencias, hay que hacer una exposición de un trabajo en grupo que he estado realizando con mis compañeros durante toda la semana. Estoy un poco nervioso; hay que salir delante de toda la clase. Yo estoy en el grupo de Rocío, Sergio y… ¡AAAAH!

—¿Qué sucede, Francis? Dímelo. —El grito, más bien chillido desgarrador, hizo pitar mis oídos.

—¡E-El colchón… Está… está cediendo! ¿Qué es? ¿Un fantasma? ¡¿Un fantasma se está tumbando en mi cama?!

—No, tranquilo. No existen los fantasmas. Cálmate. —El ataque de pánico que estaba sufriendo podía ser peligroso, pero estábamos llegando a la zona cero del problema, al origen del trauma, y no podía parar—. Continúa hablándome.

—Me he encogido. Estoy temblando y aprieto la vejiga para no hacerme pis… Pero el colchón sigue bajando y… ¡Oh no! No he podido aguantar más… El pis me quema la pierna, mamá se va a enfadar… Una mano… ¡UNA MANO!... Está tocando mi hombro y… y me zarandea, me… me zarandea, y el fantasma me está diciendo algo. ¡No quiero oírlo! ¡No! Su fría mano intenta tirar de la mano que tapa mi oído. Mis tripas comienzan a removerse; las siento ahí abajo.... Ahora tira con más fuerza y oigo una voz apagada… Una voz suave… La voz de un ángel… Mi mano cede y oigo esa voz con más claridad… ¡Mamá! Eres tú…

—Bien, muy bien, Francis. Respira. Inspira por la nariz y exhala por la boca. Eso es.

Fran se había orinado también en la realidad. La entrepierna de los vaqueros se había tornado a una tonalidad mucho más oscura. Estaba enteramente sudado y tan pálido como el papel, pero poco a poco fue recuperando el color, o lo que quedaba de él, pues el insomnio había borrado todo tono que pudiera haber tenido su tez.

—Entonces, ¿es tu madre quien ha provocado el hundimiento del colchón? —Fue más una afirmación que una pregunta.

Me respondió con una gran sonrisa.

—Sí, es mamá. ¡Qué tonto he sido! Aun así el corazón todavía me late muy rápido.

—¿Te dice algo tu madre?

—Sí. Dice que hoy duerme conmigo, que se quedará ahí toda la noche…

Ya era hora de acabar. Miré el reloj de nuevo y habían pasado otros veinticinco minutos. Mi segunda cita a la mierda. Mis otros pacientes estarían rojos de ira, si es que todavía se encontraban esperando en la sala de esperas, claro.

—¿Francis?

—¿Sí? —El ritmo de la respiración era el correcto y la sonrisa seguía ahí.

—Es hora de regresar. Voy a contar de uno a cinco. Cuando llegue a cinco, abre los ojos, y estarás totalmente despierto… Lo recordarás todo.

»Uno: comienzas a salir de la luz…

»Dos: sales de la luz y despiertas poco a poco…

»Tres: estás mucho más despierto…

»Cuatro: estás casi despierto…

»Cinco: abre los ojos; estás completamente despierto.

En cuanto abrió sus cansados ojos, me dio la extraña sensación de que yo también acababa de salir de un trance, pues empecé a oír el suave blues, que no había parado de sonar durante todo el ejercicio pero que no lo había percibido hasta ese momento.

Fran parpadeó un tanto aturdido, y luego, para mi sorpresa, sonrió.

—¡Ahí está el problema! No me lo puedo creer. En esa estupidez que olvidé. Esa era la causa del trauma, ¿no? —me preguntó.

—Sí, exacto.

—¿Y por qué lo había olvidado? Ha sido algo increíble poder revivir esa experiencia. Acojonante, pero increíble. —Se miró la entrepierna conforme decía eso sin mostrar ningún síntoma de disgusto.

—A veces, la mente bloquea recuerdos por no poder asumirlos, Franci… Fran. Ese es el motivo por el que no lo recordaba. Fue una experiencia muy dura y aterradora para usted. Posiblemente su mente lo bloqueó nada más darse cuenta de que era su madre quien hizo que se moviera el colchón. Tal vez ya no lo recordaba al día siguiente.

Se sentó en el borde de la camilla haciendo sonar el cuero como si dejara escapar una ventosidad y se puso los zapatos.

—Entonces, ¿ya no temeré a ese maldito hundimiento y podré descubrir a tiempo, antes de que se vaya, al culpable?

—En cuanto a lo primero, he de decirle que seguramente ya no sienta aquel miedo. Y en cuanto a lo segundo, ¿de veras sigue creyendo que es su exmujer?

Se mantuvo en un silencio reflexivo durante unos eternos segundos.

—Bueno… eh… Tal vez esté un poco paranoico…

«¿Un poco?», pensé.

—… Quizá no sea Silvia, pero estoy seguro de que es alguien. Esa sensación… Es demasiado física. Lo siento descender de verdad. Se lo juro. ¡Pero si hasta me hace rodar!

—Entiendo lo que me dice, Fran. Y le creo. Pero ha de saber que la mente es muy poderosa. Sin ir más lejos, fíjese lo que ha hecho con su recuerdo. Estoy seguro de que el único culpable es el cansancio, como usted pensaba al principio.

Se le veía un tanto incrédulo, aun así, hizo un esfuerzo por darme la razón.

—¿Y qué me recomienda?

—Existen muchos medicamentos, como bien sabe; cualquier somnífero. Pero yo le voy a recetar este. —Regresé a mi asiento seguido por él y apunté el nombre del somnífero—. El Valium le ayudará a dormir y a descansar durante toda la noche. Aquí tiene.

El doctor cogió el papel y observó con el entrecejo fruncido.

—¿Está usted seguro que con esto dejaré de sentirlo?

—Si se duerme rápido, la mente no tendrá tiempo de jugarle una mala pasada —le expliqué con una sonrisilla y alzando una ceja en gesto de evidencia.

Fran lo miró unos segundos más y finalmente se levantó medio tambaleándose.

—Bueno, doctor… —echó un vistazo a la placa de mi escritorio— Escobar, espero que tenga razón. Y gracias por ayudarme con aquel estúpido trauma.

Me tendió la mano y yo se la estreché.

—Para eso estamos. Si tiene algún problema, ya sabe dónde encontrarnos… Pero antes llame para que le demos una cita. —Eso último lo intenté decir sin que se notara mi exasperación por el tema, pero me parece que no lo conseguí. No soy un hombre al que le agrade que le descoloquen todos sus planes del día. Y aquel día no solo empecé a trabajar con un paciente antes de lo habitual, sino que retrasé y perdí tres citas previas.

El doctor Francisco Gómez asintió con la cabeza y luego se marchó de mi consulta con su aspecto destrozado y su problema aparentemente solucionado.

Yo suspiré, miré la hora con desprecio, y pulsé el botón del intercomunicador de mi gran escritorio para pedirle a Anita un café y que dejara pasar al siguiente paciente, el que debía haber entrado hacía unos cincuenta minutos.

***

La farmacia era un pequeño establecimiento con un mostrador a apenas tres pasos de la entrada. La farmacéutica, una mujer de unos setentaitrés años que llevaba toda su vida trabajando en aquel lugar, miró a Fran con expresión asustada.

Al entrar, las dulces campanillas de aviso que colgaban delante de la puerta sonaron con un amargo tintineo que estalló en los oídos del doctor. Lo que menos le apetecía era escuchar ruidillos innecesarios; ¿y lo que más?, pues lógicamente dormir.

—Ah, es usted, doctor —dijo la anciana con evidente alivio observándole con atención—. Pensaba que era uno de esos drogadictos que andan por ahí.

De aquel comentario, Fran sacó dos conclusiones: primera, que la anciana tenía muy buena memoria, pues solo había ido allí un par de veces —la primera vez fue más bien una sesión de interrogatorio al ser un nuevo vecino de aquella zona de la ciudad—, y la segunda, que la mujer no tenía ni pizca de tacto con lo que decía.

—Pues sí, soy yo —dijo él con un ligero sarcasmo.

—¿Qué desea?

Le entregó la receta con la que se tapaba el pequeño percance de la orina, cubriéndolo ahora con la mano.

La mujer la miró ajustándose las antiguas gafas. A Fran le pareció que realizaba un auténtico esfuerzo por leer; aunque pensándolo mejor, seguro que así era.

—Oh, tiene problemas por las noches, ¿eh? —«Si yo te contara», pensó Fran—. Eso explica su aspecto de vagabundo borracho. —Y de nuevo la bofetada—. A ver, tiene que estar por aquí —decía mientras miraba la estantería repleta de medicamentos que había a sus espaldas. Al girarse, el moño blanco que llevaba en la nuca no se movió ni un centímetro, y Fran pensó que debía haber pasado mucho tiempo desde que aquel tieso cabello (si se podía llamar cabello a algo así) vio el agua por última vez—. Aquí está. Tenga.

Fran pagó y en menos de quince minutos se encontraba en su casa abriendo el paquete. Pero se detuvo; antes debía comer. Más que nadie, él, como médico, sabía que tomarse medicamentos con el estómago vacío era igual que echar agua en un vaso agujereado.

No había desayunado aquella mañana. Nada más ver la luz por la ventana de su habitación, se había levantado, vestido, y salido disparado en su Audi A3 hacia el edificio de psiquiatría de la ciudad, donde le había atendido inmediatamente, gracias a Dios, ese tal doctor Diego Escobar, al que, por cierto, no le harían daño unos cuantos kilitos más.

Calentó el café con un chorro de leche y, como siempre, introdujo en la boca de la tostadora dos rodajas de pan de molde. Cuando terminó, se tomó la pastilla y subió a su habitación sin fregar lo usado. Una vez allí, sin preocuparse por cambiarse los pantalones y lavarse, bajó la persiana del todo, quedando el cuarto completamente a oscuras, y se tumbó en la cama. Había dado la vuelta al colchón para no tener que ver el destrozo, aunque el bisturí lo dejó encima de la mesilla, por si acaso. En menos de cinco minutos, el Valium empezó a hacer su agradable efecto y finalmente Fran se durmió sin llegar a sentir ceder el colchón.

Apenas soñó nada. Nada en absoluto. O al menos no lo recordaba. Se despertó como nuevo ocho horas y media después, a las cinco y media de la tarde, como pudo comprobar en el radio-despertador. Estuvo todo lo que restaba de día con una brillante sonrisa en los labios y Silvia hizo acto de presencia en su cabeza solamente dos veces, y breves. Al salir de la ducha, se miró en el espejo y, tras afeitarse, se vio por fin a él, no obstante aún quedaba algún vestigio de las bolsas en los ojos y arrugas de cansancio. Decidió que el miércoles, una vez cogido de nuevo el horario normal de dormir por la noche y vivir por el día, se reincorporaría al trabajo.

Claro, que eso nunca ocurrió.

La noche del lunes fue el último día que durmió y dormiría plácidamente. Al día siguiente, por la mañana, llamó a su jefe para comunicarle que ya se encontraba mejor y que el miércoles volvería al trabajo; sin embargo, el director, el doctor Álvaro Aguilar, esperó durante todo el miércoles y durante los siguientes tres días el regreso del doctor Francisco Gómez sin resultado.

Tras cenar y tomarse la pastilla esa noche del martes siete de junio, Fran se cepilló los dientes con alegría aunque experimentando una inquietud en su cabeza. No se trataba de Silvia, la cual parecía haber cedido en su empeño por atormentar su mente. Sino de algo que le rondaba por la mente como cuando se tiene una palabra en la punta de la lengua, y que tenía la certeza que había olvidado. Algo que hizo mal en el hospital —de eso estaba seguro— cuando se encontraba en el pésimo estado. Y creía recordar que sucedió el viernes precisamente. Pero cada vez que intentaba atrapar esa idea se le escapaba como una mosca veloz. Solo deseaba que no tuviera que volver a la consulta de aquel psiquiatra anoréxico para que le realizara de nuevo aquella potente terapia.

Se introdujo en la cama con esa ágil mosca en la cabeza y echó una fugaz mirada al bisturí —que aún seguía ahí a pesar de todo, pues se sentía más seguro— antes de apagar la luz.

Era primavera, pero en esa casa tan grande había una temperatura bastante baja por las noches, por lo que se arropó hasta el hombro.

Tardó más de lo normal en sentir el efecto del somnífero; se imaginó que era por la mosca que volaba por el interior de su cabeza. No obstante, el medicamento pudo más y comenzó a adormilarse.

La respiración se tornaba regular y la mente y los pensamientos parecían irse muy, muy lejos, desconectándose del mundo, cuando algo hizo que abriera los ojos y el mundo regresara a toda prisa.

Segundos después se percató de qué se trataba.

El colchón. Otra vez el colchón. Se estaba hundiendo poco a poco, como siempre.

Descubriéndose sin miedo (la terapia funcionó perfectamente), extendió raudamente la mano derecha hacia la mesilla (yacía boca arriba), y sin preocuparse por encender la luz, pues esa acción le haría perder tiempo, echó mano al bisturí… solo que no fue al bisturí a lo que echó mano, sino a la nada. Su apreciada herramienta quirúrgica no se hallaba donde la dejaba todas las noches. Él, o ella —más bien ella: Silvia—, lo había cogido, y ahora, en cualquier momento, lo utiliz…

Sintió una delgada, afilada, y fría línea en el cuello que interrumpió sus escalofriantes pensamientos, cada vez más acentuada por una presión. El doctor Francisco Gómez luchó con el cable y el interruptor para encender la luz de su lamparilla de noche, pero el pulso le fallaba; el miedo, el terror, había vuelto a hacerse dueño de su cuerpo.

Poco a poco, con ese aumento de presión, la fría línea, ahora más caliente por la sangre —supuso aterrorizado sin dejar de intentar encender la luz y con la confirmación de que había alguien en su cama—, empezó a deslizarse por la superficie de su cuello, notando un dolor desgarrador. Y justo antes de que el corte llegara hasta la parte inferior de la mandíbula derecha, justo antes de que su «Vida frustrada» consiguiera coger el barco y marcharse para siempre (eso sí, con ayuda) y todo el mundo se quedara en una oscuridad infinita, mucho más negra que la que había en la habitación, la lamparilla cayó al suelo por un manotazo de Fran, haciendo que el sonido del cristal de la pantalla protectora despistara por un momento a la mosca y Fran lograra por fin atraparla, recordando, fugazmente, que la había cagado gritando a Diana y que, ya jamás, podría pedirle disculpas.   

***

Me enteré de esto cuatro días después. Entre las cosas de su casa encontraron los somníferos y pensaron que tal vez habían sido recetados en mi clínica, por lo que vinieron y me interrogaron por si tenía algo que ver. Luego les pregunté qué había pasado y me lo contaron.

Tres días después de aquella fatídica noche, Álvaro Aguilar, el director del hospital y por tanto jefe de Fran, denunció a  la policía la ausencia de su empleado, uno de los mejores cirujanos que tenía. Había estado llamando tanto a su casa como a su móvil, y le había avisado por el busca, pero no recibió contestación de ninguno de esos aparatos.

Media hora más tarde, dos guardias civiles se presentaron en la gigantesca casa del doctor y decidieron dejar de insistir en llamar a la puerta y entrar forzándola.

En el piso de arriba, en el cuarto que había enfrente de las escaleras con la puerta cerrada, se encontraron el cadáver completamente pálido del cirujano Francisco Gómez. La sangre seca, de una tonalidad marrón, contrastaba con su clara tez y con la empapada sábana, también blanca. Se encontraba boca arriba sobre su cama, con un perfecto corte rojo y horizontal digno de un buen cirujano bajo su barbilla, y cubierto con las mantas, con ambos brazos fuera.

Uno de ellos, el derecho, sobre la mesilla.

Y el otro sobre su pecho y acabado en una mano que sostenía con delicadeza —con el dedo índice y el pulgar— un brillante bisturí. 

La afilada hoja, un tanto manchada de sangre, aún permanecía clavada en el extremo final de la incisión del cuello.


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