Cualquiera puede ser un asesino
En el preciso momento en que Woody decía «Los juguetes podemos verlo
todo», Queca supo cómo hacerlo. No tenía nada que ver con la película. Ni con
lo que sucedía en esa escena. Pero la idea surgió. Así sin más. Como una
palomita al calentarse el maíz. Incluso creyó escuchar en su oído de felpa
—felpa, cómo odiaba esa palabra— el «Pop» característico.
Nayara estaba sentada a su lado. En el sofá del
salón. Nayara era su nueva dueña. Bueno, nueva y primera. La película de Toy Story y ella fueron dos de sus
regalos de cumpleaños. Sus padres, cinéfilos empedernidos, pensaron que el
mejor regalo para una niña de tres años era una película, una película que más
bien es de terror. Pero a la niña no parecía importarle; en una semana, era la
séptima vez que la veía, o que contemplaba la pantalla mientras pasaban las
imágenes. A esa edad no se ven películas en su amplio significado.
En esa semana tampoco se había separado de su
nueva muñeca ni un instante. La llevaba agarrada del brazo a todas partes,
barriendo el suelo con ella. La azulada
felpa del zapato no tardó en adoptar un aspecto blanquecino que hablaba de lo
limpio que había dejado el parquet en algunas zonas.
En el lugar donde había un hilo cosido a modo
de labios también se veía una mancha. Una mancha amarillenta que no llegaba a
camuflarse con el color piel de la cara. «Queca
tiene hambe», había asegurado Nayara.
Y la cuchara llena de puré había ido a parar a la línea permanentemente
sonriente que formaba la boca de la muñeca. Nayara no sabía comer sola, pero Papá
estaba distraído con la tele, y Mamá había ido a la cocina a por la barra de
pan, que siempre se le olvidaba a Papá al poner la mesa.
Pero nada de esto enfurecía a la Queca de
Nayara, no. De hecho, como a los juguetes de la película, a ella le encantaba
tener una dueña. Estar encerrada en una diminuta caja había sido una tortura, una prisión en la que
había empezado a perder la esperanza de salir hasta que Papá y Mamá la rodearon
con sus manos y la observaron como si fuera la octava maravilla del mundo. Por
eso, para ella, esas dos personas eran sus salvadoras. Y les estaría eternamente
agradecida. Asimismo haría cualquier
cosa que les hiciera feliz. Y ver que su hija no se separaba de su muñeca era
algo que les hacía muy felices, porque demostraba que a la niña le gustaba el
nuevo juguete, que se divertía con él como con ninguna otra cosa.
Todo iba perfecto. Queca aguantaba cualquier
niñería de Nayara. Soportaba sus arrastres, a veces del abrazo, a veces de la
alargada lana marrón de su cabello. Incluso toleraba pacientemente el estar
sentado a su lado viendo una y otra vez la película de Pixar. Sin embargo, lo
que la empezó a molestar fue que Papá y Mamá no la hicieran caso… Y sí se lo
hicieran a Nayara. Les hacía felices, sí, pero es que ¡la niña siempre era el
centro de atención! ¡Siempre! Para ellos, Queca no era más que una simple
muñeca. La inseparable Queca de su
niñita.
Al no separarse nunca de ella, la muñeca tenía
que presenciar cada uno de los mimos que los Papás le dedicaban a la niña. Cada
uno de los besos, cada una de las caricias, cada una de las palabras
desbordantes de amor… Mientras Queca lo observaba todo desde la manita de
Nayara, o atrapada entre el regazo de la niña y el pecho de Mamá, o desde la
cama al darle las buenas noches. Si sus ojos de botones hubiesen tenido la
capacidad de soltar lágrimas, estas se habrían escapado de los agujeritos. Pero
no soltaban lágrimas, ni siquiera hilos. Y una enfermiza envidia se fue
gestando en el interior de felpa de Queca. Una envidia que colmó de odio cada
una de sus fibras. Aunque había algo más. No solo comenzó a odiar a Nayara. También
empezó a odiarse a sí misma.
Todas las noches, amparada por la fiel
oscuridad y el sueño de los humanos, Queca se escapaba de entre los brazos de
su pequeña dueña y se dirigía con su felpa silenciosa al espejo del baño. La
luz de la luna se asomaba lo suficiente por la ventana como para permitirle
vislumbrar su reflejo en el cristal. Entonces comprendió que no se podía
comparar con Nayara. Que su asquerosa piel de tela no tenía nada que ver con la
suavidad de la de la niña. Que su aspecto cabezón y simplista era horroroso
frente al humano del de la querida hijita. Que al fin y al cabo, ella, Queca,
era una muñeca.
Las visitas nocturnas al reflejo del odio se
fueron haciendo cada vez más comunes… Hasta aquella noche del día en que le
asaltó la idea de cómo hacer que Papá y Mamá le prestaran atención a ella. De
hacer que la amaran como amaban a Nayara.
La niña no solía entrar a la cocina, por lo que
Queca no conocía demasiado esa habitación de la casa. Sin embargo, la puerta
del comedor estaba frente a la de la cocina. Al igual que Woody, Queca podía
verlo todo, y cada día desde que estaba allí había visto de dónde sacaba Papá
los cubiertos para ponerlos en la mesa. El mueble estaba al otro lado de la
puerta, y desde la sillita de Nayara tenía unas vistas excelentes.
Aquella noche, Queca no dirigió sus silenciosos
pasos de felpa al baño, sino que los desvió hacia la cocina. Una vez dentro, con
gran esfuerzo, trepó hasta la cima del mueble y desde ahí arriba abrió el primer cajón. A
continuación extrajo un cuchillo de sierra, el primero que vio, y desanduvo el
camino hasta la habitación de Nayara.
Mientras escalaba a la cama ayudándose de la
sábana, Queca no pudo evitar pensar en Sid, el niño malo de Toy Story. Y tampoco pudo evitar
sentirse excitada.
En tan solo unos instantes dejaría de ser una
muñeca de felpa.
*Este relato pertenece a una saga realizada junto a los Compañero de La Celda Acolchada (blog conjunto). Si quieres conocer a las Triplet Fragance, Matilda, Valentina, Felisa y Gina, pincha AQUÍ.
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