domingo, 31 de enero de 2016

Un Ave María y dos pensamientos sucios

¿Es peligrosa la religión?


Las malas acciones siempre van un paso por delante de las buenas. Desde luego que sí. En mis cuarenta años como investigador no lo he dudado ni un instante. Y el caso más breve pero más enfermizo que he llevado me lo confirmó en su día, y lo sigue haciendo cada vez que pienso en él.

Recibí la llamada a la misma hora que recibimos las llamadas todos los detectives: a las tantas de la madrugada. La habitación aún estaba a oscuras, pero cuando levanté la persiana vi en el horizonte una delgada línea anaranjada. Pronto emergería una cegadora bola blanca que inundaría de luz los tres muebles llenos de polvo de mi cuarto, como un gigantesco ojo acusador.

De momento deshacía la penumbra lo suficiente para ver el culo desnudo sobre la cama. El familiar acceso de vergüenza y frustración vino a mi encuentro en forma de rabia, y no tardé en echar al hombre que me había tirado aquella noche. Esta vez era más joven de lo normal. El chico se levantó confuso, luego le sobrevino un repentino enfado, y finalmente sus ojos azules se llenaron de terror. Claro, lo apuntaba con mi pistola. Una vez le hube echado de mi jodida casa, respiré hondo, y me dije por enésima vez que no lo volvería a hacer. Me duché y salí cagando leches.

Como supuse, el inspector estaba que echaba humo por haber tardado tanto en llegar a la escena del crimen. Pero como de costumbre, logré calmarlo haciendo lo que más le gustaba: hablar mal de su mujer.

—Los siento, jefe. Tu querida señora disfrutó tanto anoche, que quería repetir esta mañana.

El inspector Justo Guío curvó su alargada espalda hacia atrás, y rompió a reír como un poseso, soltando peligrosas babas que podrían contaminar el lugar.

—Eres un jodido cabrón —soltó entre carcajada y carcajada—. Sabes cómo ablandarme.  

—Sí, otra cosa es que lo entienda.

—No hay nada que entender, Seijas. Simplemente ella ya no me cae bien; es una jodida zorra. Y llevamos demasiado tiempo juntos como para separarnos ahora. ¿Qué haríamos el uno sin el otro?

—Yo creo que eres un puto viejo verde. Un viejo verde al que solo se le pone dura cuando se meten con su mujer... Bueno, dime, ¿qué ha pasado aquí?

Guío negó con la cabeza en un gesto condescendiente que venía a significar «qué cabrón eres» —y que a mí me dejó clara la respuesta a mi acusación— y me indicó una puerta al final del pasillo de la antigua casa en la que se había cometido el crimen.

La visión de lo que había dentro de esa habitación me dio un vuelco al corazón, y luego jugó con mi estómago. No sé por qué me revolvió el cuerpo, pues no era una escena muy sangrienta.

El cadáver, totalmente desnudo, se encontraba clavado a la pared, formando una cruz, como Jesucristo. La sangre seca manchaba la piel pálida de las manos, los brazos y los pies, así como el suelo por debajo de él. Ya había varias pruebas señaladas con sus respectivos números. Sobre la mesilla de noche, había una envuelta en una bolsita de plástico. Saqué los guantes del bolsillo de mi chaqueta y la cogí.

—El inspector dice que lo encontraron clavado a la pared, sobre la cabeza del fiambre.  A modo de Inri.

Me volví y me topé con la seria mirada de Aarón Anaya, mi ayudante.

—¿Qué pone? —le pregunté.

—Míralo.

Abrí la bolsa y saqué el papelito doblado por la mitad. Lo que había escrito no encajaba con lo que nos decía la escena del crimen.

«Un Ave María y dos pensamientos sucios. Perdóname, Señor.»



—No puede ser un suicidio —le dije al inspector una vez que salimos de la casa.

—Bueno, desde luego esa frase parece indicar que sí lo fue —replicó mientras inclinaba sus casi dos metros de cuerpo para pasar por debajo de la cinta policial.

—Él solo no pudo clavarse a la pared —intervino Aarón.

—Exacto. —Desde fuera del precintado me encendí un cigarro y me volví para mirar la casa, como si su fachada cuarteada fuera a revelarme lo que había sucedido ahí dentro—. Los clavos de los pies y el de una de las manos pudo habérselos clavado él mismo, pero los de la otra mano no. Aun así me parece ridícula la intervención de una segunda persona en el caso del suicidio. No. Ha sido un homicidio, y el asesino quería que pareciera un suicidio.

—Pues no es muy inteligente, que digamos —dijo Aarón.

—Por eso no me convence del todo.

Permanecimos en silencio durante unos segundos, rodeados de los coches de policía y el furgón de la científica, así como de la gente que, curiosa, se había acercado a meter las narices donde no les llamaban.

—¡Bueno, chicos! —exclamó finalmente el inspector—. Yo me voy ya. La espalda me está matando, y tengo una cita con el médico. —Tanto Aarón como yo sabíamos que lo que le estaba matando era la sed y que la cita la tenía con una rubia bien fría—. Mantenedme informado.

Yo dejé de mirar la casa; ahí ya no había nada que hacer, al menos de momento, tiré el cigarrillo y, junto a Aarón, me dispuse a dar el siguiente paso.

Interrogar a los vecinos.



Se nos pasó toda la mañana con los interrogatorios. Una jodida pérdida de tiempo. Nadie había visto u oído nada. Fuimos a comer a «El Paso de Pedro», nuestro bar habitual. Quería hablar con Aarón del caso.

Pedro, el hijo del Pedro original que dio nombre al establecimiento, me sirvió una CocaCola a mí y un botellín a Aarón, para acompañar la elección del menú.

—Por cierto, Aarón —le dije cuando nos sentamos en una mesa—. Has llegado tarde esta mañana.

Dio un trago a la cerveza y levantó una ceja.

—¿Seguro, capullo? Creo que el único que ha llegado tarde has sido tú, como siempre.

—Pues no te he visto al llegar.

—¿Y tampoco has visto mi coche?

Lo pensé. Era extraño, pero no me había percatado.

—La verdad es que no. Tenía muchas cosas en la sesera. —Y me vino a la mente la imagen del culo desnudo sobre la cama. Sacudí la cabeza un tanto avergonzado. Comprobé aliviado que Aarón no se había dado cuenta del cambio de color en mis mejillas.

—Bueno, pues estaba en otra habitación, preguntando a uno de los chicos de la científica.

—¿Preguntando qué?

Bebió de nuevo, repasó el listado de comidas y llamó a una camarera. Luego continuó hablando.

—Había un envoltorio de pastillas. ¿No lo viste, detective? Les pregunté de qué se trataba.

—¿Y?

—Eran analgésicos.

La joven camarera se acercó y le comunicamos nuestra decisión. Como yo no había mirado el menú todavía, pedí lo mismo que mi ayudante.

—Así que se tomó calmantes para aguantar el dolor… —dije en tono reflexivo, más bien para mí.

—Sí.

—Eso refuerza la teoría del suicidio… Pero sigo sin creérmelo.

—Hay otra cosa más. Antes no te lo he dicho.

—¿Qué más?

—Esa frase… ¿la del Ave María?..., me suena. Me suena mucho.



Después de la comida, que por cierto, estaba tan deliciosa como siempre, y de decirle a Aarón que intentase averiguar dónde había oído aquella frase, fui a ver a Guío. Le informé sobre lo poco que habíamos descubierto y sobre lo que no, en cuanto a los interrogatorios. Cuando acabé con el inspector me pasé por el laboratorio, donde el forense me confirmó lo que ya sabíamos y arrojó luz a la teoría que me empeñaba en eliminar. La del suicido.

Los clavos de los pies y la mano izquierda se los había clavado él mismo. No así los de la derecha.



Aarón Anaya descubrió dónde había oído la familiar frase al día siguiente. Era domingo, y como cada domingo, su mujer, su hija y él asistieron a misa. Yo sabía que Aarón lo odiaba, pero su mujer insistía e insistía hasta que le sacaba de los nervios y cedía; no le gustaba que su hija le viera enfado.

 No era de extrañar que pese a todas las veces que había ido a la iglesia no recordara la procedencia de la frase de inmediato, pues no prestaba atención al sermón del cura. Se pasaba la hora entera en el último banco, hablando por WhatsApp con su tierna infidelidad, y mirando las tiernas fotos que esta le mandaba.

Sin embargo, en esa ocasión, al tiempo que su consciente estaba centrado en las fotos y los mensajes, su subconsciente se mantenía en alerta, con la red en alto, y cuando el cura pronunció las palabras claves, esta las atrapó y extrajo a Aarón de la pantalla del móvil.

—… Los malos pensamientos —sermoneaba el cura con voz potente—, nunca vienen de uno en uno, pero, ah, hijos míos, las oraciones del Señor sí, y nunca son suficientes para limpiar y sanar nuestra mente sucia. Por eso hay que hacer un esfuerzo e intentar alejar esos pensamientos de nosotros. Debemos echar una mano a Dios en su misión de mantener al hombre puro. Sabed, hijos míos, que un Ave María para dos o más pensamientos sucios no basta.



Era una conexión clara. Tan clara como si el mismo cura se hubiese presentado en la comisaría y hubiese confesado. De modo que Aarón me llamó y lo detuvimos. El inspector dio carta blanca al interrogatorio, y en menos de media hora ya lo teníamos sentado delante.

Era bastante joven, aunque con una calvicie prematura. Su diminuta boca estaba siempre húmeda, y daba cierta grima mirarla. Los ojos mostraban a un hombre tranquilo y seguro de sí mismo.

Ya sabía de qué se lo acusaba, así que lo primero que dijo fue:

—¿No debería venir un abogado?

—Ya tienes un abogado —le contesté—. Tiene barba blanca y un puto aro sobre su jodida cabeza.

Entones abrió su diminuta boca y, mostrando unos diminutos dientes, rompió a reír, espaciando las carcajadas cada vez más conforme acababa su ataque, como si lo que lo había provocado fuera perdiendo la gracia poco a poco.

—¿Has oído eso? —preguntó mirando al techo—. Perdónale, porque no sabe lo que dice. —Luego volvió a clavar sus ojos en los míos—. Es igual. Voy a decir la verdad.

Aquella respuesta me dejó perplejo. ¿Ya está? ¿Así de fácil? ¿Caso resuelto?

—¿Por qué?

—Porque mentir es pecado.

—¿Y asesinar no?

—Yo no he asesinado a nadie —afirmó con rotundidad.

Alcé las cejas, incrédulo, al tiempo que dejaba que la afirmación flotara en el silencioso aire. Me volví con una irónica sonrisa hacia Aarón, que descansaba contra la pared detrás de mí. Este miraba al cura, don Francisco Álvarez, muy serio. Podía ver cómo la vena de su cuello empezaba a hincharse y si dejaba pasar unos segundos más, saldría a la luz el ser enfurecido que él mismo ocultaba a su hija cuando cedía ante su mujer en una discusión.

Le mandé a por un par de vasos de agua. Él sabía que esa era la señal para que se largara al otro lado del espejo. No sé por qué me empeñaba en meterle en la sala de interrogatorio, si casi nunca lo soportaba.

Cuando se cerró la puerta, con un fuerte golpe, continué con las preguntas.

—Bueno, padre, y si usted no lo asesinó ¿qué fue lo que hizo? Porque sé que estuvo allí.

—Solo fui su fuente de consuelo, quien rezaba por él mientras se entregaba al Señor de la forma más hermosa. Esas personas necesitan limpiar su alma, y la mejor forma de hacerlo es honrando al hijo de Dios, sufriendo del mismo modo.

—¿Qué personas?

—Las personas como aquel pobre infiel. Las personas que no son capaces de sanar su mente ni su alma con su propia voluntad. Las personas que no son capaces de ayudar al Señor a conducir al hombre por el camino recto y mantenerle puro. Cuando uno no es capaz hacer esto, solo le queda entregarse a Él de ese modo.

—Pero ¿el suicidio no es pecado? —insistí.

—No cuando se hace con ese fin.

Otro silencio. Un silencio frío en el que su mirada no se desviaba de la mía; la mirada tranquila de un niño que, sin saber que lo que ha hecho está mal, corre orgulloso a contárselo a sus padres.

Por un momento se me ocurrió la descabellada idea de hablarle sobre mis aventuras nocturnas y sobre la infidelidad de Aarón, para regodearme con la expresión de horror que se formaría en su rostro. Pero esa deliciosa posibilidad era solo un pensamiento malévolo y autocomplaciente, puesto que no pensaba revelar aquello de lo que me avergonzaba y yo no era quién para hacer saber a todo el mundo el secreto de mi ayudante.

En lugar de eso, traté de escrutar sus ojos con el fin de ver qué había tras ellos. Pero ya lo sabía. Tras ellos había lo mismo que tras los de las personas como él.

—Creo que no solo le serviste como consuelo —dije al fin—, sino que le ayudaste a suicidarse de dos maneras: no haciendo nada para evitarlo y clavándole los clavos de la mano derecha. Y eso, padre, independientemente del deseo de la víctima, es un asesinato.

La expresión de seguridad en sí mismo se evaporó de pronto. Como la del niño tras ser regañado por sus padres. Una palidez que resaltaba aún más los repulsivos labios se apoderó de su rostro. Parpadeó por primera vez desde que se había sentado.

—Ahora sí tiene derecho a un abogado —sentencié saboreando el momento—. Y yo creo que le vendría mejor uno de carne y hueso.



Una media hora más tarde, Aarón y yo permanecimos en la antesala del interrogatorio mientras el padre Francisco y su abogado hablaban con los micrófonos cerrados.

Saqué el paquete de tabaco y me encendí un cigarrillo.

—¿Qué haces? —me preguntó Aarón con el entrecejo fruncido—. Está prohibido.

—¿Por qué te crees que me hice poli?

—Capullo —rió, y extendió su mano—. Dame uno, anda.

Nos quedamos un rato envueltos por las sombras de la antesala, iluminada solamente por la luz de la sala de interrogatorio y por los dos puntos naranjas de los cigarros, contemplando a los dos hombres.

—¿Crees que le tenemos? —inquirió Aarón al cabo.

—Le tenemos.

Dio una larga calada, soltó el humo en un profundo suspiro, y volvió a preguntar.

—¿Qué les pasa a estas personas?

Expulsé el cáncer contra la pantalla de cristal hasta perder de vista las dos figuras del otro lado. No tuve que pensar mucho para responderle; en el interrogatorio yo me había preguntado lo mismo, y había encontrado la respuesta.

—La religión es una de las armas más destructivas y autodestructivas del mundo. Este caso (tanto por el suicida como por el jodido cura), o aquel en el que aquella puta le cortó el pene a su hijo y se lo hizo comer como si fueran salchichas lo demuestran.

Aarón dio una última calada y dijo con una solemnidad llena de razón:

—Pero mi mujer y mi hija no son así. Y jamás lo serán. Las conozco bien.

—Por supuesto que no, Aarón —le dije poniéndole una mano sobre el hombro—. No digo que todas las personas religiosas sean unos locos autodestructivos. Por supuesto que no. Lo que quiero decir es que esto solo ocurre cuando la religión se mezcla con una salud mental enferma. Entonces es cuando se convierte en el arma más peligrosa del mundo.  



*Este relato fue escrito para un torneo de escritores organizado en una web de relatos en el que tenía que crear una historia a partir del título que me ofrecían: Un Ave María y dos pensamientos sucios. También había un límite de palabras, y como me suele ocurrir, lo sobrepasé, por eso tuve que eliminar y eliminar hasta ajustarlo. No obstante, al blog he decidido subir el original más largo. 

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