Amistad..., traición..., violencia...
Jacob y Río sostenían sus
respectivas pistolas en las manos. Los cañones apuntaban a la cabeza del
contrario, casi rozando las frentes pringadas de sudor. Si uno se fijaba bien,
podía ver un ligero movimiento en el arma de Jacob: estaba temblando. Sin
embargo, la que sostenía Río, se mantenía tan firme como si una mano externa,
una que estuviese contemplando el funesto espectáculo, hubiese pulsado el Pause de un mando.
Desde luego, era lo que cabía esperar, por eso
a Jacob no le dolió el hecho de que su compañero no mostrara un ápice de
compasión; además, ahora mismo estaba tan confuso, que solo podía pensar en una
cosa.
Durante un breve segundo, se preguntó qué
estaría pensando Río.
Sus palabras, antes del doble retumbar de los
disparos, contestaron a esa pregunta, la cual no distaba demasiado de lo que
rondaba por su futura masa de sesos desparramados.
I
Río
—¿Cómo ha dicho que se llama? —preguntó la mujer.
—Río.
—¿Es un apellido sudamericano o algo de eso?
Río echó la cabeza hacia atrás al tiempo que
mostraba su enorme dentadura de caballo. La carcajada hizo temblar las alargadas
lágrimas de cristal de la elegante lámpara que pendía del techo del salón.
Aquella mujer le había gustado desde el
principio. Una de las razones por las cuales siempre exigía un trato personal
con su cliente era para poderle mirar a los ojos. Su objetivo era sumergirse en
esos dos diminutos pozos capaces de contener una infinidad de secretos. Río
trataba de averiguar qué había tras la mirada de una persona que desea matar a
alguien, arrebatar la existencia de otro ser humano, casi siempre su propio familiar. ¿Lo
lograba? Bueno, se esforzaba al máximo, pero él era un sicario, no un puto
psicólogo. Aunque no cesaría en su búsqueda de la verdad.
La otra razón estaba a punto de explicársela a
la mujer. La anterior era su tesoro particular, pero de la siguiente debían ser
conscientes sus clientes, este era, por así decirlo, su lema.
—Verá, encanto, no he venido aquí a charlar con
usted sobre mi nombre. Tampoco me interesa el suyo, así que no se moleste en
decírmelo. —Y ahí iba su mensaje—. La localización del cliente es lo único que
me importa.
—Por eso quería venir aquí para hablar del servisio que nesesito en lugar de haserlo por
teléfono. Entiendo. ¡Qué estúpida he sido!
«¡Qué estúpida he sido!», había dicho la
despampanante mujer que Río tenía delante. En ese momento las pupilas de sus
ojos deberían haberse dilatado y haberse dirigido al suelo, la piel debería
haber ido perdiendo ese bronceado latino hasta adoptar el tono del papel más
puro, y gotitas de sudor frío deberían empezar a despuntar sobre la frente. Sin
embargo, los ojos negros de aquella mujer se negaron a cambiar de tamaño y
permanecieron fijos en los de él, la piel no mostró ningún cambio tonal y la
frente permaneció tan lisa y seca como siempre.
Río no pudo evitar tragar saliva antes de
hablar.
—Bien, ¿qué es lo que quiere? —Cada vez que
formulaba esa pregunta, le resultaba más repugnante e innecesaria. Todos
querían lo mismo: matar a alguien; o como decía él: arrebatar la existencia
humana.
—Siéntese, por favor.
Río tardó en reaccionar. ¿Qué clase de persona
le ofrecía asiento a un sicario? La clase de persona que no se asusta cuando el
mismo sicario dice tenerla localizada, pensó mientras sus piernas le llevaban
al sofá de ante dorado.
—¿Quiere beber algo?
Hubiera deseado un vaso de agua: esa mujer le
estaba dejando seco sin ni siquiera tocarle, lo que, al contrario de
desagradarle, le fascinaba y le ponía, pues al fin había encontrado a alguien a
su nivel, pero denegó la oferta.
Ella posó en el suelo una maleta de viaje y se
sentó a apenas unos centímetros de él, a pesar de que había un sillón al lado
del sofá, ladeado hacia este de tal modo que podrían verse las caras sin ningún
problema.
Fijó esos impenetrables secretos negros en los
azules de Río y tras unos segundos que aceleraron el corazón del hombre, al fin
dijo lo que quería.
—Verá, Río, sé que mi marido quiere matarme. Es
solo cuestión de tiempo que lo haga, por eso nesesito sus servisios cuanto
antes. Quiero verlo muerto.
A Río le sorprendió la forma en que lo dijo, e
hizo un esfuerzo para evitar exteriorizar esta reacción. Por el suave arqueado
de una de las comisuras de los labios de ella, dedujo que había fracasado.
No había dicho la resabida frase: «Quiero matar
a…» O «Quiero que mates a…». No. Había dicho «Quiero verlo muerto». Dios mío,
¿podía ser esta mujer aún más perfecta?
—Sí, ha oído bien —aseguró ella—. Quiero verlo
muerto. Está claro que usted está aquí para matar a alguien: es su trabajo. Es
a lo que se dedica. Y lo que yo quiero es una garantía de que lo cumple. De que
cumple su trabajo y mi dinero no cae en saco roto. ¿Cree que podrá haser eso?
¿Cree que podrá haserlo por mí, Río?
Esa última pregunta, tan cercana y formulada
casi en un susurro, fue directa a su entrepierna. La había dicho que no había
ido allí para hablar de su nombre, pero ¡qué demonios! Esa mujer era una perla
dentro de un centenar de ostras vacías. Si a ella le interesaba su nombre, no
sería él quien la dejara con las ganas de saber la verdad.
—Encanto, ¿por qué crees que me hago llamar
Río? No es sudamericano, por supuesto, tú deberías saberlo; ni siquiera es
real. Me hago llamar así porque cuando me compran mis servicios, no ceso hasta
conseguirlos. Porque soy inexorable. Como las aguas de un río.
II
Ritual
Jacob, Río y Novoa estaban sentados a la mesa rinconera de la zona
para fumadores del bar al que acudían todas las noches. Jacob mantenía el vaso
de ron con cola rodeado con las dos manos, muy serio y con la mirada perdida en
su contenido; Río se terminaba de beber su dosis diaria de Jack Daniel’s, pues ya se iba; Novoa pedía otro vaso de Fanta Naranja a la camarera. Su cigarro
llenaba de humo el ambiente.
Se habían conocido en un trabajo conjunto y
desde entonces realizaban aquella ceremonia como una especie de ritual. Es
curioso cómo la cercanía de la muerte puede estrechar amistades.
Dos años atrás eran tres desconocidos. Tres
sicarios a los que contrataron para realizar un trabajo tan complicado que se
necesitaba más de una persona. Ellos fueron los elegidos, y así, en la reunión
del misterioso hombre que se escondía tras unas gafas de sol y la escasa luz de
la habitación de un edificio abandonado, se vieron por primera vez. A Río le
molestó que no se le vieran los ojos, a Jacob le despertó una curiosidad que
luego fue saciada tras descubrir cuál era el objetivo, y a Novoa… bueno, a
Novoa le daba todo igual desde que estuvo a punto de palmarla de cirrosis.
Esos fueron los nombres que se dieron cuando
salieron del despacho improvisado en un edificio abandonado. No eran sus
nombres reales, claro. Jacob utilizaba un seudónimo del suyo propio; Río por su
inexorable decisión; y Novoa…, bueno, Novoa simplemente se debía a un
particular gusto personal por ese apellido. Decía que si pudiese cambiar su
apellido real, lo haría por aquel.
El misterioso hombre que se escondía tras las
gafas de sol en una habitación oscura de un edificio abandonado, quería asesinar
al presidente del equipo de futbol del cual era afiliado. No dijo la razón;
ninguno se la preguntó. Pero los tres recordaron haber oído la noticia de la
ruina que había supuesto para aquel equipo una venta y fichaje fallidos, fruto,
al parecer de un arrebato irracional. Tal vez, la podredumbre de aquella fruta
había llegado hasta el bolsillo del hombre misterioso.
El motivo por el que se necesitaba a más de un asesino era que el presidente del equipo había recibido varias amenazas por parte de aficionados y a saber de quién más, y se había establecido una excesiva protección a su alrededor.
La cosa salió mal, aunque no del todo. No
lograron matar al presidente, pero sí asustarle lo suficiente como para que
dimitiera y calmara así las tensiones de todo el mundo, incluidas las del
hombre que les contrató, que por cierto, y como era lógico, no les pagó ni un
duro; jamás lo volvieron a ver.
Jacob fue el más perjudicado. Una bala le
atravesó limpiamente el abdomen, destrozando uno de sus muchos chalecos de seda
y rozándole la cadera, lo que le dejó una cojera permanente. Los rastros de
sangre no llevaron a la policía científica a ningún sitio. A veces, un simple
hecho, un simple detalle, o un conjunto de estos aparentemente sin relación,
pueden suponer la modificación del transcurso de una historia. Si la bala
hubiese atravesado el vientre de Río o Novoa, todo hubiera sido muy diferente,
pues ambos estaban fichados; pero el titiritero que mueve los hilos del mundo
quiso que la sangre derramada fuera la de Jacob, el único de los tres que no
tenía antecedentes.
Cuando Río y Novoa se percataron del daño, no
dudaron ni un instante en coger a Jacob y sacarlo de allí.
Mientras Río conducía rumbo a aquel edificio
abandonado, no cesaba de decir que debían echarlo del coche, que se las apañara
él solo, aunque lo hacía en contra de un sentimiento encontrado que latía en su
interior. Quizá fuera por el trabajo que ambos compartían, o porque aquel Jacob
le había caído bien.
Novoa, quien iba detrás presionando la herida con
su jersey negro, pronto morado por la abundante sangre, trataba de hacerse oír
sobre los gritos de Jacob.
—¡No vamos a dejarle morir, ¿me oyes, palurdo?!
¡Yo sé lo que es estar al otro lado, y te aseguro que no hay ningún barbudo extendiéndote
la mano para entrar en el paraíso!
Así que finalmente permanecieron juntos durante
una semana en aquel edificio abandonado. La herida fue tratada de inmediato por
un doctor conocido de Novoa. Río insistió en no dejarle marchar, y le costó
horrores confiar en las palabras de seguridad de Novoa.
Y de este modo, se conocieron y forjaron una
extraña amistad. Y todos los días, a las diez y media de la noche, hora a la
que planearon asesinar al presidente del equipo de fútbol y a la que se fue
todo a la mierda, quedaban en ese bar. Siempre hablaban de lo mismo, de cómo
les había ido el día, si les habían contratado para un nuevo trabajo, si lo
habían realizado ya, cosas de sicarios. Aquello era de lo único que hablaban;
ninguno conocía la vida personal del otro, si no, ¿de qué les serviría ya los
seudónimos?
Río les había contado, justo antes de dejar por
la mitad a Jack Daniel’s —como era
habitual en él—, su entrevista con la mujer que quería ver muerto a su marido,
y esa era la razón por la que Jacob permanecía con la mirada perdida en el
líquido oscuro de su vaso de tubo, como si en esa deliciosa mezcla estuviera la
lógica de todo lo que acababa de escuchar.
III
Jacob
La camarera, con torpe ademán, dejó el vaso y la botellita de Fanta que había pedido Novoa en la mesa
y recogió el vaso y la botellita vacías. Entonces, justo cuando se giraba para
volver a la barra, Novoa la sostuvo del brazo. Jacob seguía en su mundo.
—Oye, preciosa, ¿hasta cuándo has dicho que
ibas a estar sustituyendo a Sara?
Novoa dio una calada al cigarrillo y le soltó
el humo en la cara. La joven, de no más de veinte años, tosió; parecía
asustada.
—Hasta que se recupere de la operación, señor
—dijo vacilante.
Novoa suspiró consternado, haciendo bailar los pelos
del bigote.
—Entonces te enseñaré cómo me gusta que me
atiendan y sirvan; me vas a ver todos los días que estés aquí, ¿sabes?, así que
atiende, porque no me gusta repetir las cosas ciento de veces. —Volvió absorber
un poco más de nicotina—. Para empezar, cuando me veas entrar por esa puerta,
ya debes preparar mi Fanta. No
esperes a que te la pida, no. La preparas y me la traes. Y con preparar me
refiero a que quiero que seas tú quien llene el vaso: para eso te pagan, y para
eso te dejo propina. Para terminar, cuando veas que mi vaso está vacío, no
esperes a que yo te llame, como ahora. Preparas otra Fanta, vienes, la dejas en la mesa, te llevas el vaso vacío y todos
contentos, ¿de acuerdo?
La joven camarera miró con ojos desorbitados a
Jacob, pero este no daba señales de haber escuchado una mierda de lo que había
dicho su compañero. A continuación volteó la cabeza hacia la barra, en busca de
ayuda, pero nadie les prestaba atención.
—¿De acuerdo? —repitió Novoa moviendo el brazo
de la chica para enfatizar su pregunta.
—S-Sí —logró decir al fin—. Va-Vale.
En cuanto se vio liberada del yugo de la mano
de Novoa, se encaminó a paso ligero hacia la barra. Novoa la contempló alejarse
con expresión desolada. Esa chica no volvería mañana, y tendría que volver a
explicarle todo aquello a otra sustituta.
Negando con la cabeza, se dispuso a echarse él
mismo, por segunda vez en la noche, la naranja en el vaso, pero entonces vio a
Jacob y lo que les había contado Río antes de irse volvió a ocupar todos sus
pensamientos, los cuales se habían desviado durante unos instantes hacia el
tema de la camarera. Novoa no había estudiado: dejó las clases a los once años
para dedicar toda su atención a las drogas y, sobre todo al alcohol, el cual le
destrozó el hígado y tuvo que ser trasplantado después de un largo y agónico
periodo de espera, pero no era tonto. Sabía sumar dos y dos, al menos hasta ahí
llegaba, y sabía lo que se cruzaba por la mente de su compañero.
Mientras llenaba el vaso y daba una última
calada al cigarrillo, le preguntó:
—¿Cómo ha dicho Río que se llamaba el marido de
esa mujer?
Jacob parpadeó y clavó los ojos en los de
Novoa. Permaneció en silencio.
—¿Santiago? —inquirió Novoa.
Jacob pegó un buen trago a su ron con cola.
—Dime —habló por fin, no sin antes aclararse la
voz—. Antes, cuando me has llamado, dijiste que justo cuando ibas a salir del
coche para llevar a cabo el trabajo viste a un hombre acercarse a mi casa, y que
tuviste que volver al coche. —Novoa asintió con un gesto de la cabeza, y bebió
de su vaso—. ¿No le viste la cara?
—No. Yo estaba lejos, y el tío cruzó la calle
en dirección a la casa por la acera en la que yo estaba aparcado. Solo vi su
espalda mientras cruzaba, y cuando salió de la casa se alejó por la otra acera.
Pero había algo en él que me resultaba familiar.
Se llevó el vaso a la boca de nuevo, sin dejar
de mirar a Jacob. Luego encendió otro cigarro.
Jacob miró a otro lado, pensativo.
—Te llamas Santiago, ¿verdad? Ese es tu nombre
real —preguntó Novoa de repente, oculto tras el humo.
Jacob volvió a mirarle.
—Sí, es una variante.
—Lo sé. ¿Crees que él lo sabe? ¿Habrá visto
alguna foto tuya en la casa?
—No creo. La muy zorra las quitó todas hace
tiempo. Todas en las que salía yo, claro. Llevo semanas sin dormir allí. He
alquilado un pequeño piso en el centro. Ruido y contaminación, vaya puta
mierda. Y mientras tanto, la muy zorra allí, alejada de todo, durmiendo en
silencio y con la calefacción que yo pago a tope en invierno, joder.
—¿Por qué no os divorciáis?
—¿Y que se quede con mi coche también? Por no
hablar que la casa terminaría siendo suya definitivamente.
—¿Y ella qué opina?
—¿Ella? —Jacob levantó el labio superior y
mostró los dientes. Antes de continuar dio un buen trago—. Ella disfruta como
una jodida niña. Prefiere que yo sepa que con un juicio puedo quedarme sin
nada, y me controla de este modo.
Novoa silbó.
—Sí es zorra, sí. No me dijiste nada de esto
cuando me contrataste para matarla. Solo me confesaste que tú no eras capaz,
pero viendo lo que te está haciendo…
—Llevamos juntos desde los quince años. Hay
cosas que un hombre no puede hacer por sí solo, por mucho que las desee.
—Entonces, ¿qué? —preguntó finalmente Novoa,
aunque ya sospechaba la respuesta.
Jacob resopló y tardó en responder.
—Hay que matar a Río.
Novoa asintió y después dio un último trago a
su Fanta Naranja servida por sí
mismo. También aplastó el cigarrillo contra el cementerio que había en el cenicero.
—¿Quieres que lo haga yo?
—¿Por qué te ofreces? —inquirió Jacob
frunciendo el ceño.
Novoa se encogió de hombros.
—Bueno, digamos que Río nunca me cayó bien.
¿Sabes que quería tirarte a la cuneta como un perro el día que te dispararon?
Además, así me gano un dinerillo extra; no pienses que lo voy a hacer gratis.
—Vale, hazlo. Luego ve a mi casa. Te estaré
esperando con ella; no soy capaz de hacerlo, pero sí de verlo. Necesito saber
cómo averiguó que quería matarla. Ese debe ser el motivo de que contratara a
Río; es una zorra pero no una asesina. Solo el saber que su vida estaba en
peligro es el único motivo que la pudo llevar a ello. No hay nada que ame más
que su vida. Pero ¿cómo se dio cuenta de ello?
Justo cuando Novoa se levantaba para ir en busca
de Río, este irrumpió en el bar dando tumbos.
—La botella, chicos. —Se había bebido media
botella de Jack Daniel’s, sin
embargo, Río tenía un aguante admirable; se tambalea ligeramente, pero no
arrastraba las palabras—. Vaya cabeza la mía. Esa mujer no me deja pensar en
otra cosa.
Al mismo tiempo, las cabezas de Jacob y Novoa
giraron hacia la botella medio llena de whisky que había sobre la mesa y que a
ambos les había pasado desapercibida. Todas las noches, Río hacía lo mismo.
Compraba la botella entera. ¿Para qué andar perdiendo el tiempo pidiendo cada
dos por tres que le rellenen el vaso?, decía. Así que la compraba y así la
tenía siempre a mano. Se bebía la mitad, y se la llevaba a su casa para beberse
la otra mitad allí.
Entró decidido, con paso resuelto aunque un
tanto oscilante hacia la mesa donde sus dos compañeros y amigos lo miraban
pálidos y con las pupilas dilatadas. En cuanto los alcanzó, se detuvo. Les
dirigió una mirada escrutadora, una de esas suyas que parecían leer todos tus
secretos. Luego entrecerró los ojos y se desternilló mostrando sus dientes de
caballo.
—Vaya dos —dijo entre carcajada y carcajada—. Ni
que hubierais visto a la pasma.
Cogió la botella sin más y se despidió de ellos
con un «Mañana nos vemos» sin dejar de reír.
Jacob le hizo una seña a Novoa con la barbilla,
y este salió del bar tras Río.
IV
Jack Daniel’s
Jack Daniel’s era su aliado, no había duda. Ahora lo tenía
claro. Él era su único compañero en ese mundo de sangre en el que vivía, en ese
mundo de arrebatamiento de la existencia humana por el que fluía
inexorablemente para sobrevivir. Como el agua, no se detenía ante los
obstáculos; si podía los rodeaba, pero si no había otra opción, como en esos
momentos, los pasaba por encima.
Novoa era un buen hombre. Se diría que le caía
mejor que Jacob, siempre más serio y pensativo, con un aspecto infantil que le
conferían sus ojos azules y pelo rubio que nada tenía de inocente, y más
centrado en lo que había dentro de las paredes de su cráneo que en lo que había
fuera de él. La compañía de Novoa era más agradable; se podía hablar con él sin
que te amargara la conversación. Por eso le jodió que fuera él quien llevara a
cabo su asesinato, el de Río.
El error de Novoa y Jacob había consistido en
la bendición de Río: la falta de atención.
Si la luna no hubiera brillado con tanta
intensidad dentro de su cabeza, no le habría cegado; pero el destino quiso que
aquella tarde se encontrara con ella y descubriera que era única, una mujer con
la que compartía ciertas características como esa sagacidad y temeridad en la
mirada, y por supuesto, una seducción irresistible.
Si eso no hubiese sido así, a Río no se le
habría olvidado llevarse la botella medio llena, como cada noche. Esa había
sido su bendición, su segundo golpe de suerte del día, contando como primero la
entrevista con la sagaz luna que cegaba sus pensamientos. A su vez, por alguna
razón, ni Novoa ni Jacob se percataron de que se dejaba la botella. Creía
recordar que Novoa estaba llamando a la nueva camarera, pero ¿Jacob? Bueno, Jacob era
un tanto despistado, por eso de vivir más dentro de su cabeza que fuera.
En cualquier caso, todo aquello provocó que Río
regresara al bar a por lo que era suyo (su Jack
Daniel’s) en medio de lo que parecía haber sido una charla interesante.
No tardó en darse cuenta de qué iba la charla.
Los ojos y la piel de sus amigos se lo dijeron, produciendo así la segunda
traición del día. El primer traicionado había sido él, Río, por Jacob y Novoa,
quienes habían estado hablando de matarle; solo ese miedo que reflejaban al
verle de nuevo en el bar podía significar una cosa. Los segundos traicionados
habían sido Novoa y Jacob, por sus ojos y piel. Por lo tanto, solo le quedaba Jack Daniel’s, él había sido el único
motivo por el que volvió al bar, él había sido quien le había permitido conocer
aquella conspiración, y él sería el que le ayudaría a solucionar aquello. Solo
había una duda rondando como una mosca en la mente de Río: ¿por qué querían
matarle?
La fuente a aquella respuesta se había ofrecido
a acompañarle a su casa, algo totalmente ilógico, por cierto, ya que ninguno de
los tres conocía detalles personales del otro. Pero bueno, su localización no
saldría de la propia localización, pues pensaba arrebatarle la existencia a
Novoa antes de que él lo hiciera con la suya.
Novoa salió del bar tras él, y se empeñó en
acompañarlo a su casa. ¿De verdad se pensaba que estaba tan borracho que sería incapaz
de hallar la poca lógica de la situación? Él, al igual que Jacob, sabía de su
resistencia al alcohol. Río pugnó contra su risa y lo hizo aparentando estar
más borracho de lo que estaba. Tropezó con una piedra imaginaria, Novoa se
precipitó hacia él para que no se partiera la crisma contra el suelo, y Río, hábilmente, pasó su brazo derecho por la cintura de Novoa.
—¡Qué poco ha faltado, ¿eh?! —dijo Novoa—. Me
parece a mí que este río lleva más alcohol que agua.
Río no tuvo que fingir la risa; solo dejó de
resistirse contra la real que luchaba por salir.
Ayudado por Novoa llegaron a su coche: un
Mercedes Benz negro. El hombre le situó en el lado del copiloto y luego se puso
tras el volante.
—Bien, tú dirás.
Río le dio la dirección de su casa y el coche
puso sus quinientos cincuenta y siete caballos en marcha.
V
Tiffany
La casa de Jacob en la que vivía su mujer estaba vacía. No había nadie.
La muy zorra no estaba en casa.
En un principio, al ver todas las luces
apagadas desde el coche, pensó que ya se había acostado, algo raro en ella,
pues le gustaba permanecer hasta las tantas de la madrugada viendo reemisiones
de series de policías, algo que a él no le hacía mucha gracia. Jacob creía que
ella lo hacía a propósito.
Tiffany sabía a qué se dedicaba. Lo descubrió
dos años atrás, después de siete años ocultándolo; no había mentiroso que
saliera ganando contra sus ojos, por eso Jacob pensaba que hacía tiempo que lo
sabía, o se imaginaba algo.
Al final le reveló la verdad sobre su ausencia
durante aquella fatídica semana y le enseñó la herida vendada. Ella no mostró
sorpresa, algo normal, pues siempre parecía estar preparada para todo, siempre
parecía saber todas las verdades del mundo.
Tiffany no quiso saber nada más, solo sonrió de
forma enigmática, y le dijo, muy firme, que procurara que esa mierda no la
salpicara a ella, que no quería verle llegar a casa manchado de una sangre que
no era la suya. A partir de entonces, la relación entre ellos se terminó de
enfriar, y todo cambió. Una relación de más de quince años estaba llegando a su
fin. Pero a él no le importaba.
La conoció a los quince años en el país de
origen de ella: Colombia. Sus voluptuosas caderas a tan temprana edad le
dejaron sin aliento. Los padres de Jacob, o Santiaguito, por aquel entonces,
vivieron allí durante un tiempo. Y él tuvo que asistir al instituto de
enseñanza secundaria del lugar, algo que no le fascinaba, sin embargo la
presencia de la chica amenizaba las clases.
Más tarde Jacob descubriría que su padre tenía
negocios pendientes con mafias de narcos de allí y también comprendió, como se
comprende que el pene sirve para algo más que para mear, que todo ese mundillo,
todas esas visitas de hombres elegantemente vestidos y maletines de dinero que
acudían a su casa le había salpicado, corrompiendo así todo su ser. Pero a él
no le gustaba la droga, y su vida laboral tomó otros derroteros, aunque también
oscuros.
Aún tenía la llave de la casa, así que entró,
adentrándose en el oscuro vestíbulo. Encendió la luz. La casa estaba sumida en
un silencio desolador, un silencio que hacía daño en los oídos, un silencio que
Jacob echaba de menos y que le obligó a cerrar los ojos y respirarlo durante un
par de segundos. El olor también le trajo recuerdos pasados. Al cabo, avanzó cojeando hacia la escalera y aplicó el interruptor correspondiente.
Una vez arriba, empujó la puerta de la
habitación anteriormente denominada «de matrimonio».
—Tiffany, des… —empezó a decir, pero al
iluminar la estancia, vio que la cama estaba vacía. La muy zorra no estaba.
Permaneció un largo tiempo en esa absurda
posición: una mano sobre el interruptor de la luz, otra sobre el picaporte de
la puerta y los labios ligeramente separados en medio de la palabra
«despierta». La luz arrancaba destellos a su chaleco de seda morada. En su
cabeza se agolparon miles de pensamientos. Miles de pensamientos que tenían que
ver con el hecho de que el armario, con la puerta abierta, dejara a la vista
sus tripas vacías. Y miles de pensamientos que tenían que ver con esa repentina
sensación de abandono que había adoptado el silencio.
Cuando reaccionó, todos los pensamientos
agolpados parecieron chocar contra la pared frontal de su cráneo, como los
vagones posteriores de un tren que de repente se estrella, y un dolor brutal se
instaló en su cabeza.
Se puso de rodillas junto a la cama y levantó
la colcha al tiempo que miraba por debajo del colchón. La maleta tampoco
estaba. Retiró la cómoda, despejada de todos los joyeros, cosméticos y
productos de maquillaje y comprobó la caja fuerte empotrada. Esta era otra de
las razones por las que no quería divorciarse; se la había omitido a Novoa por
motivos obvios. Era el único sitio seguro donde guardar todo el dinero.
La puertecita de la caja estaba abierta y el interior
le escupió la nada como sonriendo, como diciendo: «¡Serás imbécil! ¿Cómo se te
ocurre decirle la contraseña?».
—¡Joder! —gritó con todo el aire que sus
pulmones le permitieron y empujando la puertecita con excesiva fuerza.
Tenía que saber a dónde había ido. Necesitaba
saberlo para ir a por ella. Hay cosas que un hombre no puede hacer, por mucho
que las desee…, hasta que le tocan demasiado los cojones. ¡La muy zorra había
comprado su muerte y luego se había largado de allí con todo su dinero! Y Jacob
sospechaba a dónde había ido. Otra carta que jugaba a su favor, ya que si la
relacionaban de algún modo con el asesinato de su marido, sería más complicado
de localizar y traerla de vuelta a España.
Para asegurarse de su sospecha, encendió el
ordenador de mesa que había en el pequeño despacho contiguo a la antigua
habitación de matrimonio. Abrió el historial de búsquedas del navegador de
Internet y ahí estaba la dirección de una agencia de viajes y la compra de un
billete solo de vuelta a Colombia.
—¡Zorra, zorra, zo…!
Los toques en la puerta principal interrumpieron
su cariñosa opinión respecto a su mujer.
Por un momento se le cruzó por la dolorida
cabeza la idea de que Tiffany había vuelto, pero luego la lógica vino a su
encuentro y le dijo que para qué coño iba a llamar ella a la puerta. Y entonces
se acordó de Novoa. Y de su trabajito con Río.
Bajó las escaleras algo más calmado. Al menos,
su vida ya no estaba en peligro.
VI
Novoa
—Dime, Novoa: ¿has visto la película Big Nothing?
Estaban sentados a la mesa del pequeño porche
de la casa de Río, una vieja granja reconstruida, alejada de la ciudad en medio
del campo, a la que se accedía por un camino lleno de baches y grava. Novoa no
pudo evitar sentir cierta compasión por el Mercedes, y comprendió por qué
siempre estaba lleno de polvo. Río sostenía la botella de Jack Daniel’s con la mano derecha; con la izquierda enfatizaba sus
palabras. Novoa había aceptado un vaso de agua del grifo: la Fanta Naranja le había dejado la lengua
pastosa.
Novoa sabía a qué estaba jugando Río, al menos
en parte. Era consciente, desde el principio, que Río fingía estar más borracho
de lo que en realidad estaba. Como había dicho antes, no era estúpido, a pesar
de haber dejado los estudios a los once años. Pero aún no sabía por qué fingía y
eso le incomodaba y le hacía moverse en la silla más de lo debido, así como
fumar más rápido; solo le quedaba un cigarro. Esperaba que Río no se percatara
de ello, aunque Río no era de los que no se percataban de las cosas, precisamente.
Si había decidido seguirle el juego a pesar de
todo, no era más que porque solo había una cosa que le gustara más que matar.
El dinero. Cuanto antes acabara con Río, antes acabaría con la mujer de Jacob,
y antes cobraría por partida doble. Además, estaba plenamente confiado en que
el alcohol aletargaría los reflejos de Río y en el caso de que lograra hacerse
con el arma, también afectaría a su puntería. Al mismo tiempo que resultaba un
tanto peligroso por no saber qué planeaba Río, también era el momento ideal, pues
Río era más ágil que él y Jacob con la pistola en estado normal.
Con todo, esa pregunta le había descolocado aún
más si cabe.
—¿Qué? —preguntó incrédulo y evitando no
manchar su voz de la inquietud que se removía en su interior. Dio una calada excesivamente
larga.
—¿Sabes?, ya me he cansado de beber. —Su voz,
de pronto, no temblaba ni arrastraba las sílabas—. Pero a mi amigo Jack le gusta irse a dormir
completamente desnudo.
Entonces estiró el brazo derecho y deslizó la
botella sobre la mesa.
—No eres escrupuloso, ¿verdad?
El corazón de Novoa se detuvo, así como todo su
alrededor. El tiempo dejó de existir en ese mismo instante y le vinieron
recuerdos de cuando estuvo a punto de palmarla. El cigarrillo se consumió solo
y sus dedos lo soltaron automáticamente cuando sintieron el calor.
Como una persona que se ahoga, se esforzó por
articular una palabra en la superficie.
—¿Qué? —repitió.
El tiempo volvió a ponerse en marcha durante
unas milésimas de segundos, lo justo para que Novoa bajara la mano a su cintura
en busca de su pistola.
—¿Buscas esto? —Río sacó de su bolsillo un arma
y la colocó encima de la mesa.
No había duda de que era su Beretta 9mm plateada.
A la escasa luz de la bombilla que colgaba del techo del porche distinguía el
embellecedor marrón que él había pedido expresamente. A parte de eso, estaba
seguro de que era la suya porque la de Río era una Star Model de 9mm, cuyo
mango alargado se adaptaba mejor a su enorme mano, y también porque su propia mano
no encontró la pistola en su cintura.
El tiempo volvió a detenerse para Novoa.
Los labios de Río se extendieron sobre los
grandes dientes antes de continuar hablando.
—¿Te gustó mi falta de equilibrio? Fue creíble,
¿eh? Debería dejar esta mierda y ser actor. ¿Qué te parece?
La mente de Novoa, la cual flotaba sobre él
como los mosquitos de la bombilla, rebobinó hasta el momento en que, a la
salida del bar, se acercó a Río para evitar que cayera al suelo. Este debió
hacerse con su pistola al pasarle el brazo por la cintura. ¡¿Cómo no había
notado nada?! De eso no se había dado cuenta, pero sí de su fingida borrachera.
—No me lo he creído en ningún momento, palurdo
—replicó—. No me has engañado; no soy estúpido.
—Y sin embargo aquí estás… y desarmado.
Novoa no supo qué decir.
—Tu mayor estupidez es, precisamente, tu falta
de estupidez. Eso duele, ¿eh? Traicionado por tu espléndida inteligencia. Ya
van tres traiciones en una noche. Sabías que fingía, pero en vez de dar media
vuelta y largarte como un ciervo que huele el peligro, me acompañaste hasta
aquí.
Novoa, a su pesar, se dio cuenta de que Río
tenía razón. Toda la razón. ¡Era un estúpido! Un completo estúpido. Deseaba
salir de allí, pero él no era así: no huía de los problemas. Era un estúpido,
pero no un cobarde. O tal vez no se levantó y salió echando leches porque no
podía moverse, porque el tiempo no quería volver a poner en marcha sus ruedas
dentadas.
Los que sí se movieron fueron sus ojos, los
cuales fueron a parar a la botella de whisky, rodeada aún por la mano de Río.
—Verás, Novoa, en aquella película que he
mencionado antes, obligan a un tipo diabético a comerse una piruleta enorme.
Río hizo una pausa teatral y aprovechó para
mirar a los ojos de Novoa, quien no pudo evitar exteriorizar su miedo, fruto de
la comprensión.
Río seguía sonriendo cuando prosiguió.
—El tío, ¿o era una tía?, es igual. El tío
tiene una pistola en la mano, le apunta con ella mientras obliga al pobre hombre
diabético a comerse esa enorme piruleta. Y el hombre lo hace. ¿Sabes? En su
momento me pregunté por qué prefiere hacer eso a que le peguen un tiro y llegué
a la conclusión de que en el interior de aquel hombrecillo diabético siempre
había latido el deseo de probar la fruta prohibida. Y en esa ocasión era la
oportunidad perfecta: a pesar de quejarse y llorar como un niño, su boca seguía
mordisqueando el dulce, también como la de un niño. Qué más le daba ya, iba a
morir igual. De ese modo sufriría, pero valía la pena. Ahora, fíjate, nos
encontramos en una situación parecida. Yo quiero que te termines al viejo de Jack Daniel’s y sé que acabarás
haciéndolo, porque al igual que el personaje de esa película, tú también deseas
como nada dar un mordisquito, o en este caso, beber el zumo de la fruta
prohibida para ti. Siempre has querido volver a beber, porque eres lo que eres
y siempre has sido, y eso, amigo, ni la muerte o un hígado nuevo puede
remediarlo. Si no, ¿por qué dejas que te crezca esa dejada barba de borracho?
¿Viejos hábitos? ¡Y una mierda! Este aspecto te recuerda a esos buenos momentos
en los que estabas en el divertido mundo de ebriolandia.
—No sabes lo que dices, jodido palurdo. —Novoa
se sorprendió al escuchar su propia voz. Había estado oyendo la verborrea de
Río sumido en ese estado de ingravidez y sin tiempo. ¿Ese maldito arrogante
hijo de puta pensaba que iba a beber porque él lo dijera?—. La barba me
recuerda lo que no debo volver a hacer. Con una vez sufriendo al otro lado tuve
bastante.
Esas últimas palabras actuaron como aceite para
las ruedas dentadas del tiempo, y estas volvieron a funcionar.
Novoa se levantó de un rápido salto al tiempo
que alargaba un brazo para coger su Beretta, pero el alcohol no había dormido
ni los sentidos ni los reflejos de Río tanto como él pensaba, y este retiró el
arma de la mesa para a continuación estrellarla contra el pómulo derecho de
Novoa. El golpe le obligó a tomar asiento de nuevo. Como si taparla fuera a
aliviar el desmesurado dolor, se llevó las manos a la brecha que se había
abierto y que empezaba a vomitar sangre.
—Sentadito estás más cómodo —se mofó Río
guardándose la pistola de Novoa en el bolsillo. No había soltado en ningún
momento la botella de whisky. Entonces, como si acabara de recordar algo,
añadió—: Por cierto, ¿no te había dicho que hay una forma de que te libres de
beberte a Jack, si quieres claro?
Morir vas a morir igual, pero si te portas bien, tu propia pistola se ocupará
de ti. ¡Anda, mira, una traición más! La noche va de traiciones; por lo tanto,
he de hacerte la pregunta. Si la contestas bien, todo acabará muy rápido. ¿Por
qué quiere matarme Jacob?
Aquello pilló desprevenido a Novoa, quien miró a
Río con el ojo izquierdo, pues la herida había empezado a hincharse alrededor
del derecho y los párpados parecían pegados con pegamento. Novoa había creído
que Río había llegado a la misma conclusión a la que había llegado él en el
bar.
Consideró la pregunta sin retirar el ojo de los
profundos hoyos que eran los de Río, ojos que siempre miraban con una
intensidad abrumadora.
Novoa no quería morir, pero al parecer, eso era
lo único que le esperaba, por lo que puestos a morir, prefería la manera más
rápida e indolora; por otro lado, él no era un puto chivato. La última elección
que se le proponía al final de su vida era la más difícil de todas. Quién sabe
si no es así siempre.
Pensó en lo que había dicho Río sobre su deseo de
beber alcohol y se reafirmó en su convicción. Todo lo que dijo era falso. Jamás
había sentido la necesidad de volver a probarlo. Por lo que sabía, era algo
extraño en un alcohólico; Novoa pensaba que ninguno de esos a los que el
alcohol les picaba como un gusano en el estómago tras dejarlo había sufrido
tanto ni había estado tan cerca de la muerte como él. Ni siquiera cuando lo
tenía delante le apetecía; lo había aborrecido por completo. No, no pensaba dar
ni un trago al Jack Daniek’s de Río.
Que le dieran por culo a Jacob; al fin y al cabo iba a morir por su jodida
culpa.
—Santiago —dijo.
Por primera vez, Río parpadeó.
—¿Cómo has dicho? —preguntó.
—Ese es su nombre real. Jacob es una variante
de Santiago. ¿Quién es el estúpido ahora, palurdo? Él es el marido de la mujer
que te ha mando matarlo. Jacob es Santiago.
A Novoa le complació ver sorpresa en el
inmutable rostro de Río. Al menos iría al infierno con una imagen agradable.
—Por eso me pidió que te matara y que fuera a
su casa donde me esperaría para terminar mi trabajo con su mujer. Trabajo que
tú interrumpiste esta tarde.
De repente, el rostro de Río adoptó su estado
habitual, y esos ojos que por un momento habían perdido toda su fuerza,
volvieron a encontrarse con los de Novoa. Segundos después, Río mostró los
dientes de caballo, echó la cabeza hacia atrás, y estalló en sonoras
carcajadas.
—¿De qué coño te ríes? —preguntó Novoa
irritado.
—De esta situación, Novoa —replicó tras coger
aire entre carcajada y carcajada—. De lo lógica y a la vez irreal que resulta.
—Pues deja de reírte y acaba con ella.
—Eso voy a hacer.
Sin borrar la sonrisa, Río ocultó la mano bajo
la mesa y la extrajo empuñando su Star Model, no la Beretta de mango marrón de
Novoa. Luego se puso en pie sin soltar la botella de whisky.
—Levanta —le ordenó apuntándole con la pistola.
—¿Q-Qué haces? —masculló Novoa, empezando a
imaginarse las intenciones de Río. Unas intenciones que no habían cambiado
nunca.
—Entra en la casa y ve a la cocina; todo recto,
la puerta del final del pasillo.
Novoa hizo lo que Río, tras él y siempre con el
cañón dirigido a su nuca, le iba diciendo. Encendió la luz correspondiente al
largo corredor y luego la de la cocina. El tubo fluorescente parpadeó un par de
veces antes de arrojar sobre la estancia el aspecto más frío y muerto que puede
ofrecer ese tipo de luz. Novoa sintió un escalofrío.
—Siéntate ahí, y no te muevas.
Río dejó la botella en la mesa a la que se
había sentado Novoa y buscó en un cajón algo, sin dejar de apuntarle, hasta
encontrarlo. Cinta aislante plateada. Luego abrió la puerta de uno de los
armarios de la encimera, y sacó un embudo de color verde.
—Bien —dijo—. He cambiado de idea respecto a tu
muerte. Siempre me ha parecido muy divertida la escena de esa película, y desde
la primera vez que la vi, he querido imitarla. Así que comencemos.
VII
Santiago
Jacob abrió la puerta preparando la pregunta «¿Ya está hecho?» y esta
se atascó en su garganta al ver quién había al otro lado.
Con unos reflejos dignos de admirar, Jacob se
llevó la mano a su cintura y alzó su Colt del 45. A su vez, Río hizo lo propio
con su… ¿Beretta?
Río dio tres pasos para adentrarse en el
vestíbulo y cerrar la puerta tras de sí con un movimiento del brazo libre.
—¿Te suena? —El olor a alcohol llegó hasta la
nariz de Jacob. Era increíble cómo aún poseía su agilidad.
Jacob paseó la mirada del arma a Río, de Río al
arma. Su mano empezó a temblar ligeramente e hizo todo lo posible para que el
hombre que tenía delante y que le miraba con esos inteligentes ojos aunque un
tanto turbios por el alcohol no se percatase.
—No pienses que Novoa se rajó y decidió
plantarse, no. El muy estúpido trató de llegar hasta el final, pero yo llegué
antes. Eso sí, no sin antes revelarme cierta información, Santiago.
Así que ya sabía quién era el marido de esa
mujer. Ya le había descubierto, y todo gracias a Novoa. ¡Maldito cabronazo
inútil!
Río seguía hablando del desgraciado de Novoa
mientras reía.
—¡Tenías que haber visto cómo le chorreaba el viejo
de Jack por esa asquerosa barba!
—¿Y ahora qué va a pasar? —le interrumpió
Jacob, que en esos momentos le importaba una mierda Novoa.
—Creo recordar que os expliqué a ambos el por
qué me hacía llamar Río, ¿verdad?
—Sí, nos lo dijiste —respondió Jacob abatido y
haciendo un esfuerzo por no evidenciarlo.
—También se lo dije a tu mujer. ¡Qué mujer, eh!
Una mujer así es muy difícil de encontrar. He estado mucho tiempo navegando en
busca de una perla, y al fin la he encontrado. Por cierto, ¿dónde está?
—Se ha ido —Y Jacob sonrió ampliamente. Una
satisfactoria sonrisa antes de morir no venía mal.
La firme y engreída expresión de Río se quebró
durante unas milésimas de segundos, unas milésimas que demostraron a Jacob que
había pinchado en hueso.
Los ojos de Río, unos ojos que le resultaban
extremadamente familiares, no perdieron de vista a los suyos en ningún momento.
—¿A dónde? —preguntó finalmente tras pasarse la
lengua por los labios.
—No lo sé. No me importa una mierda. Lo único
de lo que me arrepiento es de no saber cómo descubrió que la quería matar.
En lugar de soltar su habitual estrepitosa
carcajada de caballo, Río dejó escapar solo el inicio, pronunciando un sonoro
«¡Ja!» que detonó en la dolorida cabeza de Jacob.
—¿Cómo puedes ser su marido y no darte cuenta?
—¿Darme cuenta de qué?
—De lo inteligente que es. Lo vio en tus ojos. Se
sumergió en ellos y pescó tus intenciones. Ella es igual que yo, lo sé porque
lo sentí y lo vi cuando hablé con ella. Sentí que éramos el uno para el otro,
que ella era la mujer que había estado buscando, sentí que ella era igual que
yo. Y lo vi en sus ojos, unos ojos que buscan la verdad en los de otros, que
miran con tanta intensidad que te sientes como un simple peón de algo enorme
que te rodea y que solo ella sabe. Y yo también sé qué es ese algo enorme. Es
un espacio lleno de causalidades en el que no existe ni el destino ni la
suerte. Antes creía que hoy había tenido dos golpes de suerte, pero no. Eso no
fue así. Ahora estoy seguro de que ella sabía que tú nos conocías a Novoa y a
mí, por ello me llamó, de algún modo consiguió mi número y me llamó. Ello llevó
a que yo la conociera y me quedara prendado de ella, lo que hizo que me
olvidara de la botella de Jack y, al
volver al bar, os pillara infraganti a Novoa y a ti planeando mi asesinato.
Jacob averiguó por qué le resultaban familiares
los ojos de Río; tenían casi la misma mirada que la de su mujer. Por otro lado,
empezó a pensar que Río estaba desvariando, lo cual le hacía más imprevisible
aún.
Acarició el gatillo.
—¿Te estás escuchando, Río? ¿Qué quieres decir?
¿Que todo ocurre por los ojos de mi mujer?
Río volvió a soltar ese irritante «¡Ja!».
—No, Santiago, no todo. Los ojos de tu mujer
solo han provocado esta situación. Hace un momento le explicaba al ahora
fiambre Novoa que esta situación era lógica a la vez que irreal. Él creyó que
me refería a su situación, pero no. Yo quería decir a toda ella, a todo el día.
Los ojos de tu mujer impulsaron las acciones de hoy. Sus ojos han sido el dedo
que ha empujado las fichas, provocando así toda la cadena de hechos que ha
seguido.
Un silencio sepulcral se instaló sobre los dos
hombres que, cara a cara, se apuntaban con un arma a la cabeza.
Jacob tenía todos los músculos en tensión, una
tensión que acrecentaba el dolor de cabeza. El sudor le resbalaba por los
párpados y le obligaba a pestañear. Era curioso cómo un simple pestañeo podía
suponer su final. Pero no solo eso jugaba en su contra; también lo hacía el
estado alterado y ebrio de la persona que tenía delante.
Ambos sabían que en cualquier momento uno de
ellos podía accionar el gatillo. La tensión era palpable en el aire. Si en ese
momento hubiera entrado una mariposa en el vestíbulo, habría creado una
vibración tal en la atmósfera que hubiera ondeado hasta los dedos de los dos
sicarios enfrentados, provocando así el movimiento de los índices.
Consciente de que esto podía ocurrir más pronto
que tarde, Jacob decidió regalarse un último momento de gloria que le inundara
de satisfacción.
Curvó los labios en una sonrisa triste pero
agradable, y dijo:
—Imagino que te encantaría saber su nombre,
¿no?
Por primera vez desde que le conocía, vio miedo
en la mirada de Río. Las pupilas de sus ojos se dilataron; su rostro palideció. Sabía de qué iba aquello. Sabía a qué estaba jugando
Jacob.
La sonrisa de Jacob, o Santiago, ahora se tornó
maliciosa.
—¡Pues que te jodan!
Y ambas pistolas tronaron a la vez.
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