domingo, 22 de noviembre de 2015

La máquina del tiempo

Viajar en el tiempo no es tan difícil...


Montados en nuestras bicis volvimos a descender cuestas a gran velocidad y a sufrir con la subida, sentimos el cálido aire cortando agradablemente nuestros rostros y flotamos como si volásemos. De nuevo experimentamos la sensación de felicidad y orgullo cuando nos sentamos en su sillín, a una altura que daba vértigo.

Al principio no le creí; pensé que se había vuelto loco. Pero el brillo en sus ojos me hizo comprender que hablaba totalmente en serio.

A escondidas, tratando de hacer el menor ruido posible y con un renacido ánimo travieso, bajé al garaje mientras Pablo corría hacia su casa con el mismo objetivo. Era bastante temprano, así que todos dormían profundamente.

Una extraña sonrisa curvó mis labios al levantar la lona de plástico y ver la bicicleta. Me quedé contemplándola durante unos segundos, como si su imagen me hubiese hipnotizado. Entonces escuché un ruido en la primera planta; los muelles del colchón. Mi corazón se aceleró al mismo tiempo que se rompía el hechizo. Nervioso pero divertido, empujé la bici por el manillar, abrí la puerta pequeña del garaje, con gran esfuerzo pasé una pierna por encima del sillín y, finalmente, me impulsé hacia adelante pedaleando y tratando de mantener el equilibrio.

La marcha había iniciado de ese modo, y cuanto más tiempo pasábamos sobre nuestras veloces y viejas bicis, más perdidos en nuestros pensamientos nos encontrábamos; viajábamos más por los senderos de nuestros recuerdos que por los de la realidad.

Y de pronto, como la alarma de un despertador hace con los sueños, el timbre del sencillo móvil de Pablo nos expulsó a la realidad. Sentí que me ruborizaba, y por el repentino cambio de color en las mejillas de mi amigo, imaginé que a él le sucedió lo mismo.

Pablo contestó a la llamada tras frenar y pelearse con los enormes botones.

 Habló durante unos segundos y luego colgó.

—Dice que dónde demonios estamos.

Su voz ronca estaba teñida de culpabilidad, lo que le hizo parecer mucho más joven. En realidad, toda esa breve aventura nos había hecho parecer, por lo menos, sesenta años más jóvenes, transportándonos a nuestra infancia.

Las arrugas de mi rostro se estiraron al sonreír; una sonrisa más bien triste, pero del todo satisfecha.


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